martes, 19 de febrero de 2008

Parque redondo


En esta Managua llena de ruidos, vehículos y peatones ya quedan muy pocos parques en buen estado. Pero hay uno nuevo muy especial. Diferente. Es redondo y el tránsito de buses, carros, taxis y camiones lo rodean día y noche. Más importante aun, la virgen María lo vigila.

Las ganas que tenía de visitar este parque eran muchas. Pero cada vez que pensaba en la posibilidad de hacerlo me preguntaba: ¿cómo hace la gente para cruzar una rotonda?

Por fin me decidí. A las siete de la noche ya el parque era el punto de reunión de muchas vidas y destinos. Jóvenes, niños y adultos se encontraban allí, cada uno en su vida, su mundo, su distracción.
Estaba aterrada, los autos pasaban uno tras otro con sus focos brillantes amenazándome con su velocidad. Hasta que un joven moreno de amplia sonrisa, se percató de mi cara de susto y me ayudó a vencer el miedo y al fin me encontré sana y salva al otro lado. ¡Qué dicha que no me atropellaron! Después de tres meses de inaugurado, el parque ya tendrá un puente peatonal, ahí estaban las estructuras de hierro que esperaban ser instaladas. Ya los visitantes del parque podrán llegar a él, sin peligro.

Esta es la única rotonda de la capital en la que hay fritangas en cada una de sus salidas y en la que los carros se estacionan para comprar la cena. Hasta hay sillas y mesas plásticas, por si al cliente se le antoja comer al aire libre. Cada vez que paso por aquí, siento el olor a carne asada que invita a detenerse y llevarse un plato.

Bryan es un niño morenito, de ocho años, le falta un par de dientes, viste una camisa amarilla como el sol y tiene el pelo chirizo. Sus ojos son redondos y su mirada alegre.
Vive en el barrio La Primavera. Cuenta que es la primera vez que visita el parque, y mientras lo hace, no deja de columpiarse con agilidad. El columpio viene y va, me comienzo a marear por tener que seguirle con la mirada, pero Bryan sigue feliz meciéndose y hablando.

— Es bonito este parque. Me gustan los chinos. Dicen que fue la Alcaldía que lo puso, afirma.
— ¿Y vos cómo sabes eso?
— Le oí decir a mi papa, contesta rápido.
Los niños sí que oyen todo. No se les escapa nada. Ellos también observan. Y mucho. Es por eso que en el parque hay un altavoz para llamar la atención de las parejas que hacen “cosas privadas”.
— ¡A ver, la pareja que está sentada en la banca de la derecha, la muchacha de camisa roja y el joven de camisa verde! Por favor, recuerden que se encuentran niños en el lugar, se oye por los altoparlantes.
— Hay parejas que no tienen cuidado. Aquí hay muchos niños, reflexiona Rafael, un joven que trae a su hijo de dos años para que se deslice una y otra vez en el resbaladero, mientras señala, disimuladamente con la boca, a una pareja de tortolitos que se acurrucan y besan en una banca cercana.

El parque también sirve de gimnasio. Aquí la gente trota en sus sudaderas metálicas, baila break dance, hace pechadas y abdominales, juegan futbol... ¡Un, dos, tres, tap, tap, tap! Una muchacha gordita en licras rosadas, sube y baja escalones.
Adentro del parque no hay vendedores, la Alcaldía lo ha prohibido. Vanessa, una chavala de 16 años, rasgos marcados y cejas dibujadas en negro, se queda en la entrada con su hermana menor. Se apoya en un palo del que cuelgan cinco bolsas de algodón de azúcar. Las vende por cuatro córdobas cada una.

- Los mejores días son los fines de semana. Hoy he vendido más en las calles, dice.
Me compro un algodón naranja. Le pregunto cuánto le debo.
— Cuatro pesos. Evade rápidamente mi mirada, y agrega: ¡Qué pena!
— ¿Qué cosa?
— Es que me da pena vender. Yo la verdad soy nueva en esto. Desde hace 15 días empecé a vender. Antes sólo me dedicaba a mis estudios. Pero ni modo. Al menos no ando haciendo otras cosas. Con sus ojos apagados, hace un esfuerzo por sonreír.
Por ahora me tengo que ir. La dulzura del algodón me causó mucha sed.

Ahí se quedó Bryan meciéndose incansablemente en el columpio. Se quedaron los enamorados acurrucados y Vanesa esperando vender los últimos algodones. Todos ellos escoltados por la virgen.

Viene lo feo. Otra vez me tengo que cruzar. Me vuelve a dar pánico. Por un momento imagino que estoy tirada en el pavimento con un carro encima. Me pongo las pilas y me cruzo con miedo, siguiendo a una pareja que lleva un pitbull de paseo.

Está bonito el parque, iluminado y limpio. Antes de que el parque existiera, la rotonda solamente servía como pista para trotar, ahora, la gente que vive en este sector, ha encontrado un lugar para divertirse, relajarse o quizá sólo cambiar de ambiente. Pero algo es seguro: Voy a regresar hasta que esté instalado el útil y necesario puente.

jueves, 7 de febrero de 2008

Plaza Llena









Cindy Regidor








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Era la primera vez que estaba ahí entre un mar de gente. Antes había estado en ese lugar contemplando una fuente bailarina de colores. Ahora la plaza parecía una feria de gitanos con caramancheles apiñados esperando a los visitantes. La fuente fue reemplazada por una plancha de concreto cuyo centro estaba adornado con un inmenso árbol navideño, igual de colorido que nuestra Primera Dama. El sol recién se ocultaba y la plaza lucía como hormiguero alborotado.


Unos hombres montaban parlantes y luces en un escenario que esperaba a los artistas que luego harían que por fin aquel gentío se congregara alrededor de él.


No había ahí, como en otros conciertos masivos, un lugar para los periodistas que cubren el evento. Sola, con mi libreta y la misión de esperar a ver lo que pasara. Me dirigí hacia un extremo de la tarima buscando un lugar más o menos limpio a un lado de la acera para sentarme. Nunca me sentí tan sola entre tanta gente.


Palomitas de maíz bañadas en lo que parecía ser mantequilla, raspados rosado chicha, gaseosas, agua en bolsitas celestes y hasta fritangas esperaban a los compradores. Empezaron a llegar mujeres y hombres con sus “marimbas” de chavalos. Una muchacha huesuda que aparentaba unos veintitantos años caminaba con siete chiquitos a su alrededor, más una panza que prometía ser pronto un octavo.


Algunos de los concurrentes parecían llegar del trabajo, pues algunas señoras lucían sus delantales adornados con cintas de colores y diamantitos plásticos. La gente seguía llegando, el espectáculo aún no daba inicio.


Ahí estaban los policías guardando el orden y la seguridad, también estaban varios hombres vistiendo unas bonitas camisetas celestes de cuello y botones con un vistoso logo. Lucían serios, como queriendo infundir respeto. Quizá miedo. Me dirigí hacia un señor camiseta celeste, achinado, piel morena y pelo lacio:


—Disculpe señor, ¿usted no sabe a qué hora va a salir Carlos Vives?


(Silencio, una mirada esquiva, no hay respuesta. Vuelvo a preguntar).


—Señor, ¿no sabe quién maneja el programa de la actividad?


Más silencio. Al final, se decide por negar con la cabeza para luego ignorar mi presencia.


Un cuarto para las seis de la tarde, tres encargados de la Cruz Roja llevaban a un chavalito careto y llorón con un raspón sangriento en su mano. Quince minutos después reencontré al mismo chavalito con la mano ya vendada, jugueteando y riendo como si nada. Policías, agentes y voluntarios mostraban caras largas, que yo supuse insinuaban el hastío de tener que trabajar en vísperas de Año Nuevo.


Con la música de fondo, los borrachos con ropas lodosas y rotas empezaron a bailar. Lucían alegres, perdidos en el limbo de la embriaguez, disfrutando del ritmo del reggae.


Muchos iban y venían, mientras un niño sentado en el suelo juntaba hojas de palma para luego hacer una primorosa flor o un grillo y obtener a cambio de ellos uno o dos córdobas. Al lado, un muchacho de ropas flojas, lentes oscuros y pañuelo en la cabeza pasó y escupió casi sobre las chinelas de hule del niño.


Después de casi una hora del ir y venir de gente, del alboroto de los vendedores y el estruendo de la música, por fin apareció el primer artista de varios. Aunque la plaza aún no lograba verse llena, los presentes nos reunimos para escuchar al caribeño de larga cabellera rasta que interpretaba Canción de Amor al ritmo de la música del jamaiquino Bob Marley.


La fiesta continuó, todavía faltaban los destellos celestiales de los juegos artificiales y el vallenato del artista principal de la noche, que cerrarían la velada en honor al año que se despedía para ya no volver. Y aunque el 2007 se fue, ahí quedaron los niños vendedores, los borrachitos danzantes y un inmenso rótulo rosado que decía: Año del Poder Ciudadano.

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